La marcha atrás dada ayer por el Congreso a su petición inicial para que el abuso de alcohol y drogas sea considerado como agravante en los casos de violencia contra las mujeres, aunque solicitando al tiempo que deje de aplicarse como una eximente de responsabilidad penal, trata de conciliar las reservas jurídicas existentes ante la primera iniciativa con la necesidad de apurar los márgenes legales para perseguir estos delitos.
Según datos recientes del Consejo del Poder Judicial, sólo en 21 de las 530 resoluciones judiciales estudiadas se apreció la influencia del consumo de sustancias alcohólicas o estupefacientes y en cuatro, la afectación psíquica. La escasa incidencia de este aspecto en la comisión del delito y en su castigo no resta importancia a un debate que confronta el garantismo del entramado jurídico español con la búsqueda de una mayor efectividad en la lucha contra lacras sociales como la que sigue costando la vida a varias decenas de mujeres año tras año.
Puede ser razonable, como sostienen las asociaciones profesionales, que el juez siga disponiendo de la capacidad para discernir cuándo un acusado tuvo la intención premeditada de maltratar y recurrió al alcohol para envalentonarse; y cuándo la ingesta de sustancias nocivas mermó sus facultades psíquicas pero sin que existiera un propósito deliberado de matar o atacar.
Pero, al tiempo, resulta una ingenuidad argumentar que puede asociarse inadecuadamente el alcohol a la violencia machista, relativizando las causas más profundas de ésta. Antes al contrario, la consideración de este consumo como un posible atenuante de la pena -tal y como un jurado popular acaba de aplicar al psiquiatra que mató a la joven Nagore Laffage- tiende a trivializar el daño provocado y puede acabar haciendo prevalecer la razón legal del maltratador sobre la legítima defensa de la víctima.
miércoles, 18 de noviembre de 2009
Los límites de lo justo
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