Las consecuencias del alcoholismo
Tres gallegos relatan su lucha diaria por la abstinencia, un camino pedregoso y normalmente incomprendido
Triki era una persona normal, con su empleo, su mujer y su hija; sus amigos y sus aficiones y su entorno socializado en mayor o menor medida por el alcohol. En un momento dado, a Triki (49 años) la situación se le fue de las manos: «Yo sabía que tenía un problema, que tenía que beber para alcanzar un estado normal». Pero no hacía nada por solucionarlo: «En tu entorno lo notas de forma descarada, sientes que todo lo haces mal, te olvidas de las cosas... y adquieres una gran capacidad para mentir. Incluso para mentirte a ti mismo».
Un día se dio cuenta de que en casa no le hablaban: «Mi mujer y mi hija comenzaron a hacerme el vacío, como si yo no existiera. Eso me ayudó mucho». La conspiración familiar llevó a Triki a pedir ayuda. Ahora lleva más de un año sin beber, con alguna recaidilla, como dice él. Pero se siente libre.
Dicho así, suena a final feliz. Pero la historia de Triki, Iago y María se escribe cada día, intentando poner una jornada más de distancia entre lo que fueron y lo que quieren ser. Un esfuerzo extra que no se acaba nunca.
-¿Cómo se ve dentro de dos años?
«Me veo en abstinencia, luchando por mi familia. Con una vida que me satisfaga; creciendo personalmente, culturalmente... haciendo cosas que me gustan». Iago tarda largos minutos en articular este discurso entre el pronóstico y el deseo. El mechero gira mil veces entre sus dedos mientras piensa qué quiere ser de mayor, aunque ya tiene 44 años: «Es que es una pregunta muy difícil».
«Historial bélico»
Iago lo sabe todo sobre el problema. Desde los catorce se acercó con voracidad a cualquier sustancia que le hiciera sentirse otro: copas, porros, pastillas, rayas y, por fin, la cúspide de la pirámide: el caballo. Con 21 años empezó también la rueda de las rehabilitaciones. Tratamientos ambulatorios, recaídas, desfases, más tratamientos... Con 28 ingresó en una comunidad terapéutica valenciana. Allí dejó la heroína y, poco después, empezó a beber de nuevo. Hace tres meses que ha salido de otra comunidad, «en abstinencia desde enero».
En todo este carrusel de 20 años, «historial bélico», como él le llama, Iago ha tenido la rara habilidad de conservar su trabajo y su familia. Y se le nota ya la distancia cuando refiere los peores episodios de aquellos años: «Hasta me caía por la calle. Una vez me desperté en la camilla de un hospital con una brecha en la cabeza y un ojo hinchado. Bah, auténticas barbaridades». Ahora sabe algo muy importante: «Si tú estás bien, todo está bien».
«En el bucle»
María (32 años) está también recién salida al mundo tras ocho meses en una comunidad terapéutica. De los tres, ella es la única que no conservó el trabajo. Pidió la baja para entrar en la comunidad y ahora está en el paro: «He estado trabajando toda mi vida. Necesitaba este tiempo para mí, para estar conmigo». Los excesos han respetado su belleza, pero las heridas se le notan en lo que dice: «Tienes la sensación de estar fallando constantemente. Se entiende mucho mejor al toxicómano porque, como hay gente que bebe y no tiene problemas, no pueden comprender que tú sí los tengas».
Y así ha estado los últimos años, «en el bucle», como ella lo llama, escondiendo botellas, pensando en la próxima copa: «Llega un momento en que todo te da igual. Al fin y al cabo eres un incordio para todo el mundo y piensas ¡qué más da!». La experiencia en la comunidad le ha servido para tomar realmente conciencia: «A plantearme las barbaridades que hice. Algunas incluso que ya no llegaré a recordar».
Como la lejía
Pese a que los años de embriaguez supusieron a la larga una condena de la que intentan recuperarse, no se engañan: «Lo echo de menos -dice Triki-. Me encanta el vino, su sabor y el efecto que produce. Pero sé que, para mí, es como si bebiera lejía. No la puedo tomar». Iago recuerda que lo pasó muy mal, pero también cuando lo pasó muy bien; «al principio», evoca, «aunque luego cambiaron las tornas». La tentación nunca está muy lejos.
Los tres se enfrentan ahora a las tóxicas fechas navideñas, a una incitación permanente al consumo de alcohol: «Para mí es más peligroso después. Estos días estás con las defensas altas, preparada -dice María-. El peligro viene cuando bajas la guardia». Triki dice que tiene preparado su cava sin alcohol, para celebrar con la familia, mientras Iago apunta que él se siente seguro: «He aprendido a disfrutar de las cosas sin tomar sustancias. La vida no puede girar en torno a la botella».
La parte común
Hay una parte común en los tres relatos: no hubieran sido capaces de salir sin el apoyo y la presión de sus familias; tampoco lo habrían conseguido sin el aislamiento que supuso el ingreso en una comunidad terapéutica que tuvieron que costearse: «Es necesario que se cree al menos una en Galicia que cuente con todas las garantías», insiste Iago. «El tratamiento ambulatorio no es suficiente», confirma Triki.
Y, pese a todo lo que han pasado, ninguno de los tres se considera un enfermo: «No creo que sea una enfermedad. Es una adicción», dice María. «Pensar que sufro una enfermedad es como admitir que no puedo hacer nada para solucionarlo. Y está claro que, cambiando tus hábitos, tus conductas, puedes salir adelante», concluye Iago. «Es una pena que hayan tenido que pasar estos 20 años para darme cuenta».
lunes, 21 de diciembre de 2009
Viviendo fuera de la botella
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