La visita de Estado del Presidente de México a Washington, unos días después de que el presidente Obama anunciara su nueva estrategia contra las drogas, representa una gran oportunidad para México.
En efecto, Obama ha sido políticamente incorrecto para el sector más conservador de la población de EU, pero rigurosamente objetivo y sensato ante buena parte de la opinión pública internacional al reconocer que la “guerra contra las drogas” había fracasado, y que era necesaria una nueva estrategia con un enfoque de salud pública para contener el daño social de un fenómeno que va más allá de ser “el enemigo público número uno”, en la retórica políticamente correcta pero probadamente ineficiente y ya francamente insostenible. Tuvieron que pasar 40 años.
El nuevo enfoque de la estrategia de EU dada a conocer por el zar antidrogas, Gil Kerlikowske, reconoce que es necesario reducir la demanda, es decir, el consumo; y no sólo combatir la oferta, es decir, la producción y la distribución de las drogas. No desconoce que se trata de un problema de seguridad, pero el énfasis va ahora dirigido a la prevención y el tratamiento de quienes consumen drogas y no sólo a la persecución de quienes las fabrican y venden. Una cosa es un adicto y otra, muy diferente, un narco.
El narcotráfico es un negocio —y muy grande— porque hay consumidores, ocasionales y compulsivos, y porque la mercancía, al estar prohibida, adquiere en el mercado un valor mucho mayor de lo que cuesta producirla, transportarla y distribuirla.
La información más reciente de la que disponemos a escala global, muestra que en 2007, entre 172 y 250 millones de personas usaron por lo menos una vez una droga considerada como ilegal. Hay, desde luego, variaciones importantes, dependiendo del tipo de droga, los diferentes grupos de edad de los usuarios y las diversas regiones geográficas. Para Norteamérica, que incluye Canadá, EU y México el número de usuarios de drogas ilegales durante ese año es el siguiente: marihuana 31.2 millones; cocaína 6.8 millones; anfetaminas 3.7 millones; opiáceos 1.3 millones. Esa es la estimación que se tiene del mercado de consumidores de drogas ilícitas en la región del mundo en la que vivimos y que compartimos con nuestros vecinos del norte (World Drug Report, 2009, UNODC).
Conviene señalar otra diferencia importante: hay quienes consumen drogas de manera ocasional, que representan una parte proporcionalmente baja de la demanda, y hay quienes son adictos propiamente dicho, que representan el principal atractivo del mercado, los grandes consumidores. Se estima que hay en el mundo entre 18 y 38 millones de adictos, entre los 15 y los 64 años de edad.
El enfoque de salud pública en relación al problema de las drogas no es nuevo; lo novedoso es, en todo caso, que lo haya adoptado formalmente como política pública un país que concentra el mayor número de consumidores de drogas en el mundo.
Este enfoque había sido propuesto por México y por otros países en diversos foros internacionales, sobre todo académicos, pero también diplomáticos, desde hace varios años. Nuestra memoria es corta, pero hay que recordar: en 1995, México, junto con Portugal y Suecia, propuso a la Organización de las Naciones Unidas que se desarrollara un periodo extraordinario de sesiones de la Asamblea General, dedicado exclusivamente a analizar y proponer acciones comunes para contrarrestar el problema mundial de las drogas. Este se llevó a cabo del 8 al 10 de junio de 1998. La propuesta de México, al igual que la de otros países, ponía el acento en la reducción de la demanda de drogas y en una serie de medidas adicionales para fomentar la cooperación internacional.
El cabildeo previo a la Asamblea General fue extraordinariamente complejo. Originalmente se trataba de examinar de manera crítica los resultados de las estrategias antidrogas vigentes y analizar posibles alternativas. Al final, el debate resultó menos productivo de lo esperado, toda vez que la vieja polémica entre países “productores” y países “consumidores” consumió buena parte del tiempo; y la llamada “Operación Cassablanca” —usted la recordará–— que se llevó a cabo sin conocimiento del gobierno mexicano, contribuyó a desvirtuar asimismo el fondo del debate. No obstante, la posición de México fue muy clara: había que poner el acento en la reducción de la demanda y la prevención primaria, sin menoscabo del combate al lavado del dinero, la erradicación de cultivos ilícitos, y la fiscalización de estupefacientes y sustancias sicotrópicas.
El problema de las drogas es mucho más complejo de lo que parece. Es un problema multidimensional. Dejar de conceptualizarlo como “guerra” permite apartarse de la mentalidad y las estrategias propias de los estados de guerra, para alcanzar un mejor equilibrio entre salud y seguridad; para romper el ciclo consumo-delincuencia-violencia y, bajo una perspectiva integral, tratar de reducir su uso, sobre todo entre los jóvenes, y bajar las tasas de morbilidad y mortalidad que todo ello ocasiona. Se trata de construir un nuevo ciclo: proteger la salud, tomar decisiones sustentadas en la evidencia científica, y respetar los derechos humanos. Puede parecer utópico, pero vale la pena intentarlo.
Lo que sí ha resultado utópico es pretender ganarle la “guerra” a las drogas. Sus resultados más ostensibles han sido: el empoderamiento del crimen organizado, la corrupción de los gobiernos a diferentes niveles, la erosión de la seguridad interna de muchos países —el nuestro incluido—, la distorsión de los mercados económicos, el aumento de la violencia que ha llegado a niveles inimaginables y una devaluación de los principios éticos y los valores morales.
¿Quién está rindiendo la plaza? Quien reconoce que las estrategias han fallado, quien convoca a un debate abierto con expertos, quien está dispuesto a revisar con rigor las políticas vigentes, o quien prefiere mantenerse en la retórica políticamente correcta, evadir el debate de fondo y descalificar cualquier análisis crítico que apunte en una dirección diferente.
jueves, 8 de julio de 2010
México, EU: ¿qué hacemos con las drogas?
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