martes, 27 de julio de 2010

EL ÚLTIMO GRAMO (REPORTAJE)

Empezaron a consumir cocaína siendo adolescentes. Una forma más de divertirse por la noche. Probaron y lo pasaron muy bien. Con el tiempo, la coca los dejó solos. Un día comprendieron que aquella debía ser la última raya. Seis jóvenes adictos describen su viaje del placer al descontrol. En un país, España, que es el primer consumidor mundial. Y en una época, el verano, donde muchos empezaron su coqueteo.

Sandra, de 15 años, se lanza a por su primer baño del verano en la piscina de una finca cercana a Chinchón (Madrid). Es la niña habladora y graciosa del grupo, compuesto por otros cinco chicos adolescentes mayores que ella, hoy revolucionados por la presencia de una nueva y guapa socorrista. El sol cae con fuerza, en lo que es la primera oleada de calor intenso del año. Huele a vacaciones y el chapoteo juvenil nos traslada mentalmente a un campamento. Es una ilusión que termina tras sesenta minutos milimétricamente cronometrados. Todavía mojada, en biquini y arropada con una toalla, Sandra se apresura a entrar en la casa, que le recibe con un horario de tamaño sábana. A cada paso hacia su habitación, una norma, una frase: "El 90% del éxito se basa en insistir". Sandra es un nombre ficticio para preservar su verdadera identidad. Hace cinco meses y medio que lucha contra la cocaína en el Centro Terapéutico Los Álamos. Ha mejorado mucho. Dicen que parecía un zombie. Ahora solo parece despistada.


"El verdadero problema de la cocaína es que está muy buena. Si no nos gustara, no estaríamos aquí"

"A mí la fiesta me duró dos años. Poco a poco me fui quedando solo. Salía del trabajo y me iba a pillar"

"Un adolescente que pierde la timidez gracias a un primer consumo de cocaína es candidato a ser adicto"


Por el centro, gestionado por Proyecto Hombre aunque pertenece a la Agencia Antidroga de la Comunidad de Madrid, pasan adolescentes y jóvenes enganchados al cannabis, la cocaína o las pastillas desde hace una década. David Sánchez es su educador más veterano. Lleva siete años y nota que cada vez llegan "usuarios" de menor edad. El centro recibe a chavales que, por culpa del abuso de sustancias, dañaron y destruyeron los cimientos de su vida antes de construirla. El uso de cocaína es independiente del origen y nivel socioeconómico de las personas. En España, casi el 10% de la población entre 15 y 24 años ha probado la euforia, deseo sexual o locuacidad que proporciona la coca. España es líder mundial en su uso, por encima de EE UU y Reino Unido, con los que, según el año, alterna puesto en el podio.

Con más o menos trabajo por delante, los chavales intentan resurgir. La finca en la que viven es muy confortable. Huele a limpio. De hecho, ellos mismos se encargan de tareas de responsabilidad como parte de su terapia. En la cocina, por ejemplo, se turnan para lavar platos. Al estar aislados del mundo, la tentación de fugarse se minimiza y les ayuda a centrarse en una vida sin drogas. Una de las máximas del tratamiento consiste en mantenerlos activos y ocupados. Se trata de que no tengan demasiado tiempo para pensar en lo que hay fuera. Los profesionales que tratan con ellos son variados: educadores, terapeutas, psicólogos..., jóvenes en la treintena y cercanos en el trato. Saben que el discurso de "la droga es mala" no sirve para nada: "Les hacemos ver la cara amarga de la coca, pero sin ocultar la cara divertida que ellos bien conocen". Al principio, el tratamiento consiste en inculcarles un horario, una rutina: "Empezamos por cumplir el ciclo de sueño vigilia, que lo traen alterado. Después trabajamos en actividades manipulativas, formativas, cognitivas... Y fomentamos buenos hábitos", explica Ana García, la subdirectora. Los talleres en los que se afanan van desde la jardinería hasta la albañilería o la estética.

Jesús es uno de los habitantes de la finca. Lo tenía claro. Quería dejar la droga de una vez. Llegó hace mes y medio, aunque lleva más tiempo tratando de conseguirlo. Tiene 22 años y es consumidor de cocaína desde los 17. No es muy alto, pero físicamente está fuerte. Varios pacientes lo están, gracias al fomento del deporte y el gimnasio. Hablamos dentro de una pequeña sala: "El problema de la cocaína es que está muy buena. Si no nos gustara, no estaríamos aquí", simplifica. Hace dos meses y medio sufrió un craving, un impulso irremediable de consumo, muy difícil de controlar. Agachó la cabeza y se esnifó varias rayas. Sus últimos gramos hasta hoy: "La droga es un mundo de mentiras. Crees que puedes salir a la calle con normalidad. No es así. Sabes que haces mal las cosas. Intentas remediarlo. Pero no puedes".

A pesar del tropiezo, que los terapeutas consideran parte del proceso, Jesús tiene parte de su batalla ganada. "El que no reconoce el problema tiene dos problemas", zanja. Durante una hora larga nos cuenta su

historia. Dice que le desahoga. Quiere que su experiencia sirva. Le gustaría hablar en colegios. Cuenta que llegó a ganar 1.700 euros en una empresa. Destinaba casi todo el sueldo para irse de ( esta. Gastaba hasta

500 euros de una tacada, en una noche. A ese ritmo, para el día 10 o 15 del mes pedía anticipos

a su jefe. Otras veces pedía fiado. O contaba películas: "Mañana te lo doy". Los camellos acababan buscándole. El padre de Jesús pagó "muchísimas veces": 100, 200, 300 euros cada vez. La familia, de clase

media, donde padre y madre tienen buenos puestos de trabajo, trataba de atajar el problema.

Al tiempo que pagaban la coca, intentaban dialogar con su hijo. Pero la paciencia se agotaba. Le advirtieron y lo echaron de casa varias veces. Dos o tres días de sufrimiento para ellos, tiempo que Jesús, lejos de

utilizarlo para reflexionar, fundía en su coche, solo, en una espiral de rayas-subidónbajón, rayas-subidón-bajón... Y vuelta a casa. Discusiones con los padres. Y con su novia, que entró en depresión. Un día, Jesús

agredió a su padre. La policía apareció en el salón de una familia. Jamás pensaron que la cocaína iba a entrar en sus vidas. Le dieron un ultimátum a su hijo.

"¡Vamos, niña, vamos!", apremia David Sánchez, educador de la joven Sandra, desde la mitad del pasillo de las habitaciones. Al ser menor de edad, no podemos hablar con ella ni fotografiarla. La adolescente nos tienta a romper el pacto: "Mi madre da permiso".

David improvisa unas preguntas:

-¿Cuánto te doy el coñazo?

-Tú lo das bastante, y yo más.

-¿Cuánto tiempo te queda aquí?

-Mes y medio.

-¿Ha costado, no, niña?

-¡Sí!

-Tienes mucho impulso, mucho genio, ¿eh?

-¡Todo se supera!

-¿Qué consumías?

-THC, cocaína... ¡y de todo por ahí!

Resulta una obviedad, pero un adicto no llega a serlo sin una primera experiencia. Esta llega, de media, a los 20 años, según el Plan Nacional sobre Drogas (PNSD), aunque en lugares como Proyecto Hombre la media de inicio está en casi 16 años. La primera raya determina mucho su consumo posterior, según Carlos Dulanto, médico especialista en adicciones desde hace tres décadas. Cuando empezó, apenas había cocainómanos

en su consulta, en el centro de Madrid. Hoy son el 80%, un tercio de ellos, mujeres. "La droga gusta en función de lo que te solucione. Una persona tímida que a los 15 años se da cuenta de que con dos cervezas en una discoteca es el rey del mambo y se las liga a todas... ya es un candidato a la adicción".

Con la cocaína, también: "El día que un adolescente ve que con la coca le baja el cebollón, está espídico y junta los efectos desinhibidores del alcohol con la euforia de la cocaína, a partir de ahí dice 'esto es Hollywood".

Las campañas de prevención no funcionan, opina Dulanto. "Nadie escarmienta en cabeza ajena", afirma un cocainómano que lleva tres años alejado del consumo y que tuvo a su mujer de cabeza durante 14. Aunque

no todos los que prueban la coca caen en ella para siempre, sí todos los que se inician aceptan la ruleta rusa, donde prima el aquí y ahora, y donde el "a mí no me va a pasar nada" o "sólo se enganchan los tontos" son las justicaciones más recurrentes, explica Dulanto.

Con la llegada del verano, dice Eusebio Megías, de la Fundación de Ayuda contra la Drogadicción (FAD), surge una nueva excusa: "Es un momento de iniciación en las drogas, momento en el que se potencia un

paréntesis de responsabilidad". No se sabe cuántos españoles empezaron en la estación estival, pero sí que un 8% de la población ha probado alguna vez la sustancia, el doble que hace una década. Un 3% la ha utilizado en el último año, y un 1,6%, en el último mes.

El consumo de cocaína va ligado, prácticamente siempre, al de alcohol. En realidad, "un cocainómano puro no existe", asegura Dulanto. En el caso de los adolescentes, a menudo más temerosos a la exclusión del

grupo de amigos que a las consecuencias de las drogas, hay datos preocupantes. Si en 1994, uno de cada cinco se había emborrachado en el último mes, hoy día ya son la mitad de los chavales de entre 14 y 18 años

los que abusan del alcohol al menos una vez cada 30 días, según el PNSD. Además, uno de cada cinco no ve peligroso el uso esporádico de cocaína.

"Con la bebida no es que tenga un problema en sí. A mí lo que me pide el cuerpo es cocaína. Pero no puedo probar el alcohol. Sería una recaída segura en la coca", reconoce Jesús. Se metió su primera raya a los 17,

en su estreno en una discoteca. Le gustó la experiencia, pero tardó un año en esnifar la segunda. Sin embargo, la tercera y la cuarta fiesta llegaron enseguida y empezó a encadenar fines de semana. Recuerda habérselo pasado en grande, quemando las noches de sus 18 y 19 años. La fiesta, sin embargo, tenía

fecha de caducidad: "Me duró como mucho dos años. Los amigos poco a poco se alejaron. Me fui quedando solo. Empecé a consumir por mi cuenta. En los parques, en casa, en mi coche". Salía del trabajo, se bebía una cerveza e iba "a pillar". Estaba atrapado. Aislado. Y llegó el ultimátum familiar.

De aquello hace un año. Contactó con Proyecto Hombre. Primero lo intentó de manera ambulatoria, en centros a los que el paciente adicto acude algunas horas por semana, a terapia. No le funcionó. Desde

hace mes y medio vive en la finca cercana a Chinchón. Dice que lo suyo no es un vicio, sino una enfermedad. Aunque él mismo se lo ha provocado, sus conexiones neuronales, modificadas ya de por vida por culpa del

abuso de cocaína, no le darán tregua jamás. Entramos a la Facultad de Psicología de la UNED, en Madrid, donde trabaja e investiga Emilio Ambrosio, catedrático experto en adicciones. Lleva años experimentando con

ratas, similares en su comportamiento a los humanos. En un laboratorio introduce al animal dentro de una urna, donde aprenderá que al pulsar una palanca recibirá comida. Tras dos semanas, le colocan una sonda en la cabeza y sustituyen el alimento por cocaína. Cada vez que el animal toca esa palanca, una dosis de droga corre desde una jeringuilla hacia un tubito, y de ahí al cerebro. A un 90% le gustará la primera experiencia, y cada día demandará más y más coca, apretando la palanca con insistencia. A la rata, explica

Ambrosio, la cocaína le provoca cambios cerebrales de por vida, igual que a los humanos: "Los cocainómanos tienen daños en la corteza prefrontal, lo que provoca daños en su toma de decisiones. Nunca se podrá recuperar el 100%". Por eso, un adicto podrá aspirar, como mucho, a ser ex consumidor, y una sola raya o una gota de alcohol pueden alterar su capacidad de elegir adecuadamente.

A diferencia de los tratamientos contra la heroína, que tiene en la metadona un sustituto, las terapias contra la coca se basan en un duro entrenamiento psicológico. Se trata de preparar al cocainómano mentalmente

para que no vuelva a probar esa gotita de alcohol o esa micra de coca que le llevarán, con seguridad, a las andadas. Apartarla es posible, pero es más fácil cuando detrás de la terapia hay una base familiar potente. Jesús se emociona cuando recuerda su primer día en la calle. Salió unas horas de la finca de Chinchón. Fue con sus padres a un restaurante: "Cuando vino mi padre y me dio un abrazo, fue increíble... Hacía muchos años que no veía eso. El hecho de comer con ellos y hablar... se me hacía raro. Yo estaba muy

nervioso, pero nos comunicamos bien".

Además del apoyo familiar, es indispensable cambiar de vida, dejar atrás a los viejos amigos consumidores, cambiar de número de teléfono... Si la persona consigue incorporarse al mercado laboral, mejor. Al principio,

el dinero debe administrarlo una persona de confianza. Pasos básicos que nos cuenta un chico de 35 años que hace tres que lo dejó.

Según él, también es indispensable decir adiós a los lugares conflictivos. No es fácil, porque la cocaína en España está en todas partes. Bares, pisos, discotecas, amigos de amigos... Y por supuesto, también

en los poblados marginales, sórdidos y peligrosos, pero abiertos las 24 horas. En el caso de Madrid, personas de todo tipo y condición acudían antes a Las Barranquillas a por sus gramos para consumir o menudear

en las zonas de marcha de la capital. Hoy, los compradores acuden a Valdemingómez, en la Cañada Real. Jesús iba en ocasiones: "Las casas están totalmente blindadas. Para entrar atravesaba tres puertas, donde te van dando paso de una a otra estancia. Hasta que llegas al gitano o gitana, que espera en una mesa. Tiene su montón de cocaína, su pesa, la papela. Le dices las micras que quieres. 'Toma, 40, 100, 200 euros'. Y te vas. La policía no puede hacer nada. Nunca me han parado. Y mira que he llegado a llevar 15 o

20 gramos encima". Es decir, entre 900 y 1.200 euros en cocaína. "Lo que no sé", añade, "es cómo no me he matado. He tenido varios accidentes. Iba hasta el culo, borracho...", recuerda.

En ese trasiego de coches y cientos de personas que acuden cada día al poblado también estaba Ángel Verguizas, ex soldado y hoy compañero de Jesús y Sandra en la finca de Proyecto Hombre. Aparece sonriente, dispuesto a dar la cara. No es habitual en un gremio, el de los cocainómanos, que

pide el anonimato por sistema. Vestido con bermudas y camiseta verde clara, Ángel hace memoria: "Iba a Valdemingómez con mi cabo de la Brigada Paracaidista. Es un sitio asqueroso. Están todos los yonquis pidiéndote. 'Que te pires', les decíamos. Y los gitanos gritaban, '¡entra aquí!'. Mi cabo conocía a La Pelona, una gitana del poblado. Era una vieja gorda, con el pelo muy largo. Por fuera son chabolas, pero por dentro tienen unas cacho casas que te quedas loco. Flipas, todo de madera, teles gigantes, cochazos... Tenía

cocaína por un tubo, en una caja enorme, llena de pelotas como de billar. Un desfase".

Angel debutó en la cocaína a los 16 años. También es adicto a la marihuana, con la que empezó a los 13. Hoy tiene 21. El pasado septiembre dejó el Ejército. No le renovaron, tras tres análisis positivos de drogas. De "los paracas", Ángel recuerda las interminables noches de alcohol, porros y cocaína en el acuartelamiento de Paracuellos del Jarama, junto a sus antiguos compañeros. Pero también se le ha quedado grabado el desierto de Herat, en Afganistán. Allí estuvo cuatro meses, en 2007, en la base Príncipe Lepanto. En las salidas vio morir a dos compañeros y a familias enteras despedazadas: "Los americanos no preguntan. Lanzan un misil contra un edificio y luego nosotros llegábamos a ayudar, con las mantas". Ángel recuerda a los niños

afganos: "Pobrecillos, no tienen nada. Venían con ' chas de hachís como ladrillos a cambio de una latita o una barrita de turrón". Según Ángel, la permisividad con las drogas en el Ejército es alta. A su cabo le despidieron

cuando hubo un relevo del teniente coronel. Acumulaba quince positivos: "Algo haría el cabrón para escaquearse antes. Creo que los mandos saben que hay mucho consumo. Pero les conviene. Así también tienen ellos. Saben quién lo tiene y en vez de arrestarle, le piden". Pero ese mirar para otro lado, esa aceptación social que describe, no es exclusiva de los militares, sino en general de la sociedad, según muchos expertos en cocaína: "Afecta a todos los gremios por igual: taxistas, fontaneros, políticos, deportistas, periodistas, médicos...". Asía hasta el infinito.

Cuando Ángel se quedó sin trabajo, se le presentó un problema: ¿cómo afrontar sus adicciones sin dinero? Tuvo suerte de no meterse en problemas penales, aunque su historial dé para un telefilme: robó joyas a su

madre. Le echaron de casa. Durmió cuatro meses en cajeros automáticos de Madrid; atracó a turistas en las callejuelas próximas a la Puerta del Sol; robaba en casas y supermercados con sus amigos; sorprendió a veraneantes en las tumbonas de Benidorm, atacándoles por la espalda, ahogándoles lo justo para atontarles y llevarse sus carteras; y salió huyendo cuando vio morir a un "colega" que cayó a las vías desde un puente cuando iban a por droga al poblado de Pitis (Madrid).

El terreno de la finca donde los adolescentes tratan de desengancharse es inmenso, dividido en dos centros, Los Álamos y El Batán, pegados entre sí. Solamente hay menores de edad en el primero, donde vive Sandra.

En el segundo son todos adultos, aunque hay chavales de 22 años con un largo historial adictivo, como Jesús. Junto a él viven personas de 40 y 50 años, más castigadas. "Cuando los chavales miran a esa gente quedan impactados. Aunque en realidad no se identifican con ellos, porque no creen que puedan llegar a esa situación", explican los educadores. Los padres, dicen, llegan desesperados. Aunque el adolescente, coinciden los terapeutas, tiene que estar convencido de que tiene un problema. Si no, es muy difícil resolver nada.

Tras medio año internos, los pacientes pasan a un seguimiento ambulatorio. Es el caso de un chico que se deja fotografíar, pero que prefiere dejar su verdadero nombre a un lado. No le importa que sus conocidos le

vean. Pero no quiere que, en el futuro, un buscador de Internet relacione su verdadero nombre con su cara y este reportaje. Por eso nos pide que le llamemos James King. Él representa la fina línea hacia la delincuencia:

"Un día vacié el joyero a mi madre. Me dieron 5.000 euros. Me compré un montón de cocaína y me fui de juerga con mis amigos. Un desfase total. Se empieza así, robando un anillo. O un collar. Siempre algo pequeñito. Luego va en escala. También robé a mi abuela. Recuerdo perfectamente el día que entró en mi habitación: '¿qué ha pasado con todas las joyas de la bisabuela?'. Se puso a llorar. Le hice muchísimo daño", cuenta en la sede de Proyecto Hombre en Madrid. Este madrileño, de 22 años, pasó 14 de ellos, los de su infancia y adolescencia, viviendo en EE UU. Allí probó alcohol, marihuana y pastillas. Y allí debutó en la coca a los 18. Dos años después se sintió atrapado: "Estaba en la universidad y hacía prácticas en una empresa muy buena. Estaba muy contento laboralmente. Pero consumía demasiado. Sabía que debía dejarlo. Pero no hacía otra cosa que consumir y buscar dinero. Un día llamé a mi tía en España. Quería abandonar Estados Unidos". A James, la huida le pareció la solución. Pero sus buenas intenciones le duraron un mes en

Madrid. "Me metí de relaciones públicas en una discoteca, por las noches. Se me volvió a ir de las manos. Comparado con EE UU, en España la cocaína está en todas partes".

Cuando la cocaína escapa del control de una persona, el empleo entra en peligro. Lola (nombre ficticio), de 29 años, es una de las pocas mujeres pacientes de Proyecto Hombre. Según el PNSD, hay la mitad de chicas

consumidoras que chicos en el tramo de 15 a 34 años de edad. Ella empezó a los 16, y durante mucho tiempo la coca no le dio problemas. Trabajó en una farmacia durante cinco años. Un día, su jefa dijo basta. Lola acumulaba faltas tras noches de juerga junto a su novio, también consumidor. Cuando le dieron el finiquito de 12.000 euros, el dinero le duró mes y medio. Pagó sus deudas y las de su pareja, con el que actualmente ya no sale. El resto se lo ventilaron en porros y cocaína. Un día echó mano de una cuenta bancaria familiar. Le pillaron: "Consumo cocaína", reconoció. Su madre se derrumbó. James y Lola robaban en casa. Pero hay

otros que, llegado el caso, dan el salto a los atracos en la calle. Unos, con más "suerte" que otros. A Ángel, el militar, nunca le pillaron. A otros, como Javier (nombre inventado), sí. Acaba de salir de la cárcel, tras dos

años. "Salíamos de $ esta, nos quedábamos sin dinero y para seguir consumiendo robábamos". Tiene 22 años. Le encausaron en 2006. Pero no ingresó en prisión hasta 2008: "La espera fue horrorosa. Cada día era el último. Me tiré dos años a tope". Reconocer la culpa parece aliviarles. "Me da mucha vergüenza contar todo lo que he hecho, pero no me da miedo reconocerlo. Lo hecho, hecho está. No puedo sufrir por el pasado.

Estoy orgulloso de estar aquí. Quiero volver al Ejército. De momento he perdido mi sueño por culpa de esta mierda. Quiero ser sargento. Me estoy sacando la ESO aquí, en la finca. Sueño con ir a Zaragoza, a la academia. Y después a A Coruña, a la infantería de marina", señala Ángel. Para conseguirlo, Ángel sabe que tiene que vencer las debilidades. Un compañero suyo, al que llamaremos Ismael, de 22 años

y siete como cocainómano, también lo reconoce. Intenta por primera vez desengancharse.

Empezó, como tantos, en verano, en un viaje con un amigo a la playa. "Hay mucha gente con 40 años que ha hecho varios programas y ha recaído varias veces. ¿Por qué no me va a pasar a mí?", teme. La "gente" de la

que habla la encontramos en el Centro de Asistencia Integral al Cocainómano (CAIC), en Madrid, donde tratan de desengancharse personas de hasta 60 años, según nos explica su coordinador médico, Diego Urgelés. La

tasa de éxito es del 50%, "muy alta", dice.

De allí salió, hace tres años, Valentín. Y allí conocemos a Pedro. Son nombres inventados para dos personas reales. Una tiene 35 años. La otra, 43. Valentín cuenta que salir de la droga es posible. Se le nota fuerte mentalmente. Lo ha conseguido. Pero Pedro asegura que no es tan sencillo. Su historial es similar al de los chavales de la finca de Chinchón: "Empecé con el alcohol y los porros a los 13. Con el tiempo lo probé todo: tripis, anfetas, heroína y coca. Con 22 años estaba muy enganchado al caballo. A los 24 hice mi primera terapia de desintoxicación. Fui de centro en centro, hasta que cumplí 30 años. Hace cuatro meses, volví a ingresar".

Sandra marcha a merendar y aprieta las manos de los periodistas: "Entrad en mi habitación si queréis, para que la veáis", invita. La estancia es sencilla y luminosa. Una cama, un armario, todo ordenado, paredes

limpias. Desde la ventana se ve la piscina, y los árboles se balancean con el viento. Su educador nos cuenta, más tarde, que la chica teme terminar la terapia y volver a su ciudad, donde deberá enfrentarse a malas compañías que podrían hacerle recaer. La esperanza para ella depende bastante de que entienda y recuerde una frase colgada en la pared de la finca Los Álamos: "Tú eres el único culpable de casi todo lo que te sucede". Es la hora de merendar. En el comedor, a Sandra le espera un bocadillo de nocilla.

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